sábado, 26 de noviembre de 2016

Crónicas Mosquiteras 7

Lunes

Hoy desayuno una lata de café. Me siento mejor, pero sigo teniendo un molesto dolorcillo de cabeza, así que no es el que café sea salvador, y el ruido de fondo molesto e indefinido continúa. Ayer Mr. J, mientras caminábamos por el parque alrededor del hotel, me volvió a contar la historia del chino que fue comido por un hipopótamo. Aparentemente fue un día lluvioso, justo en la zona de la gasolinera del campamento, mientras estaba con otro compañero: vieron el mastodonte y le pareció apropiado acercarse a sacarse una foto. Tengo chiste sobre muertes por selfie, sobre el tragabolas, pero estamos hablando de una persona muerta, aunque solo sea un desconocido, un número, un uno y luego un cero si nos abstraemos del todo, así que por esta vez me abstendré*.

Tras el desayuno, más reuniones. Reuniones, reuniones, reuniones inútiles, esta vez con consultores adicionales de otras nacionalidades. Le comento a nuestra niñera, ya por la tarde, que me gustaría probar algo de comida local, así que me lleva de la mano al despacho de un grupo de ingenieros del cliente local y les pide que me inviten a su campamento a cenar, cosa que hacen encantados. Voy con uno de ellos, hablamos un rato de camino al campamento 2 mientras pienso en si habrá hipopótamos apostados detrás de los arbustos sacándose los paluegos con ramas afiladas estilo palillo, pensando en si seré suficiente para la merienda. Le pregunto dos o tres veces a mi acompañante su nombre, intrigado. Constato que he oído bien. Se llama Robot. Mr. Robot. Es ingeniero civil y no habla con Christian Slater, que yo sepa. Llegamos por fin al campo de segunda y probamos las delicias locales, pero casualidad hoy han hecho cena estilo occidental: Costillas y patatas fritas. En cualquier caso, se agradece el cambio. Volvemos a nuestro hogar vallado y le pido a la niñera que por favor me acerquen de nuevo al súper de la entrada para hacer acopio de más café en lata. De camino a dicho supermercado se pasa justo a un poblado de chabolas, que está dentro del propio recinto. Si no hubiera visto construcciones parecidas en otros lugares de este país pensaría que se trata de alguna especie de réplica de un típico pueblo africano para deleitar a mis amigos orientales, con sus chozas de barro circulares coronadas por el techado de paja cónico. Pero allí vive gente, sentada fuera, haciendo la colada, mirando sus móviles mientras los cargan con un panel solar portátil, o bien habiéndolo recargado anteriormente en la peluquería. Vuelvo  a mi chamizo con cuatro latas de café. Ritual de purga y protección. Rezar al Dios de los antimosquitos. Dormir como un bebé.

Me despierto a eso de las 5 de la mañana y, oh Dios por qué me has abandonado, escucho un mosquito zumbando alrededor de mi cabeza. Salto de la cama y me pica todo. Malditas mosquiteras de calidad china. Me paso un rato intentando localizar al insecto del demonio hasta que por fin lo veo paseando despacito por el pie de la cama. Lo aplasto de un certero golpe de kindle. Hay un modo de vida resumido en esa frase: Matar mosquitos con un kindle. Lo observo detenidamente y no veo rastro de sangre y me quedo infinitesimalmente más tranquilo. Mando wassaps a todo el universo conocido en busca de apoyo moral y el universo se ríe de mi, con razón. Mi mujer también.

* Días después, se moriría Rita Barberá

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Crónicas Mosquiteras 6

Domingo (2)

Después de una siesta rociada en antimosquitos nos sentamos en un todoterreno, Mr J,  el acompañante del cliente y servidor, y nos conducen hasta las obras. El acompañante (llamémoslo niñera) del cliente es todo un personaje. En el fondo, esto se puede decir de casi todas las personas que encuentran su vida trabajando en montajes y puestas en servicio durante años lejos de su hogar. En su caso, aparte de ser un poco borde, tiene una risa estúpida que brota a la mínima, sin sentido. Básicamente se ríe de todo menos de los chistes, es la anti-risa. Y nunca entiende lo primero que le dicen, ni lo que digo yo ni tampoco mis compañeros chinos, y siempre hay que repetirlo una segunda vez. Por último, cada vez que comento algo su respuesta siempre es why?, aunque no venga a cuento. El mundo de las muletillas.
Visitamos  la excavación de la casa de máquinas, de tipo caverna, unos kilómetros dentro de las colinas: es exactamente igual que cualquier otra, independiente de lo que hay fuera, ajena a la selva y los animales salvajes, ajena a la temperatura. Solo quiere agua.
Nos acercamos hasta la construcción de la presa, que se está montando donde debería estar el Nilo, pero ahora el rio brama unos cientos de metros más a la derecha, desviado por la ingeniería humana, furioso primigenio, pero frágil y maleable. Hay algo fascinante en el Nilo en esa zona, con ese caudal brutal pasando a toda velocidad. Aunque los chinos no están impresionados; de hecho es un rio pequeño para los estándares hidráulicos del imperio central, acostumbrado al Yangtse.
Volvemos al campamento y en un arrebato de locura me pongo la ropa de correr, me rocío de spray repelente, y me pongo a galopar (des)preocupadamente alrededor de los bloques de edificios por donde la gente suele pasear por la noche (pero ahora, a las cinco y media de la tarde, no hay nadie). Es más largo de lo que creía y, al final, se pueden hacer casi 500 metros por vuelta, pasando por delante de la puerta de entrada secundaria. Allí hay un guarda recostado en una silla que me sonríe y anima cada vez que paso, y yo le saludo marcialmente. Tiene el rifle apoyado junto a la pierna, y los pies sobre otra silla enfrente de sí, mostrando unos calcetines negros que le vienen grandes y están rotos por diferentes sitios.
Por la noche, nuevamente en la oficina para trabajar un rato y aprovechar el wifi, veo que proliferan los mosquitos. Mato un par. Mientras tanto, frente a mí, la niñera mira la pantalla del ordenador con gesto bobino y se rasca la barriga con la camiseta subida hasta los sobacos al más puro estilo pekinés. Cuando se quita las chanclas y pone los pies sobre la mesa para enredarse en las uñas, decido salir de allí. Skypeo un rato en el pasillo con la familia, pero en un momento dado, mientras estoy apoyado en la barandilla de las escaleras, veo otro par de mosquitos rondando cerca de mis manos: salgo huyendo.
Habitación. Ritual de purga y protección. Minimetro. Leer. Dormir. Pero no puedo dormir. Ya sea por jet lag retrasado o porque me he tomado todas las latas de café –menos una- y el cuerpo se había desacostumbrado. O por supuesto porque estoy cayendo en una espiral hipocondriaca. Pero afortunadamente, descubriré después, era el café.

Cincelado por: El Col-chino

viernes, 18 de noviembre de 2016

Crónicas mosquiteras 5

Domingo (1)

Hoy ya no desayuno. Es  la evolución lógica de mis desayunos menguantes, y del aburrimiento. Me he despertado a las seis y media y he dudado un rato sobre si salir a correr, he observado la luz a través de las cortinas y he sopesado unos minutos si ese momento de la mañana se considera parte del amanecer, en el que supuestamente los anófeles están más activos, o bien  podría pasar como parte del día. Ante la duda, me abrazo al antimosquitos y duermo una hora más. Me monto en la furgoneta con mis compañeros, sí, chinos, para la visita al mercado. Salimos del recinto del campamento y de la propia obra, y justo en la puerta de salida paramos delante de un edificio que resulta ser un supermercado enorme. Chino. Lleno de productos chinos (¿he mencionado algo sobre China en este blog alguna vez?). Entramos a comprar agua y pipas y yo busco algo de café, aunque sea las latas frías que suelen vender en las convenience store de mi pueblo (Tianjin, por si no se sabe), pero no encuentro ninguna en los frigoríficos. En una esquina, sin embargo, localizo latas de café local. Compro cuatro. De camino al mercado me tomo dos. Se me pasa el dolor de cabeza. Llegamos al pueblo más cercano, que está compuesto por casas de un piso de cemento malo, o bien adobe, a lo largo de la carretera. Hay cuatro puestos maltrechos vendiendo carne asada y pinchos morunos, y cuando paramos unas cuantas mujeres vienen a intentar vendernos mandarinas. Esto es el famoso mercado. Uno de los chinos intenta explicarle al conductor que quiere miel, honey (joni, jonibi), hasta que después de tratar de repetirlo diez veces (literalmente), le entiende y señala uno de los chamizos detrás de uno de los puestos de carne reseca*. Mis amigos se apelotonan alrededor de la caseta y yo aprovecho para sacar fotos; a la basura, a las gallinas andando entre la basura de la cuneta, a las mandarinas, a la carretera. Terminan de regatear y vuelven con unos bidones pequeñitos que podrían ser la gasolina para un camión en miniatura pero supuestamente es miel. Ni quiero saber miel de qué ente orgánico o inorgánico, ni pienso comer nada dulce en el campamento en lo que queda de estancia. Volvemos a la furgoneta.

Entramos en el parque natural y recorremos unos cuantos kilómetros por una pista, con ese color apabullantemente arcilloso que tiene la tierra aquí, rodeados de vegetación, algún mono de vez en cuando, y de repente jirafas. Vistas de cerca en movimiento hay algo extraño, alienígena, en ellas, con un diseño estrafalario e inútil, bobino pero a la vez hipnótico. Sacamos fotos desde dentro de la furgoneta, supongo que gracias al incidente del Rioleón chino con el tigre que mencioné antes, porque si no mis compañeros son muy de bajar y darles pipas. Arrancamos, y mis paisanos, además de las pipas, comen (y ofrecen) plátanos. Hay algo malsano en ver ofrecerle un plátano al conductor negro, pero probablemente sea mi mente. No, con toda seguridad es mi mente. Llegamos al hotel que está dentro del parque. Esperaba que hubiera un centro turístico de algún tipo ofreciendo excursiones, pero no, solo podemos dar un paseo cerca del rio, el Nilo. Hay carteles que aconsejan no acercarse por el peligro de los animales salvajes, pero el rugir (¿O es el hipopotamear?) de los hipopótamos y la necesidad de sacar fotos pésimas con el móvil hace que mis acompañantes casi se metan en el agua. Yo tiro fotos de ellos sacando fotos.
Nos volvemos. Ni siquiera nos quedamos allí, o paramos de camino, para comer algo local. Hay que volver para saborear Hunan. No vaya a ser que se nos olvide a que sabe el tofu picante. Por la tarde visitamos la central en construcción.

(*) Debo aclarar y enfatizar aquí, a medio camino, que las recurrentes referencias al mal inglés de mis compañeros, sus peculiaridades, sus gargajos, su afición al ajo, a no acercarse a lo oscuro, son signos de veneración. Y siempre van acompañados  de amabilidad, practicidad y sencillez en  el mejor de los sentidos. Esta aclaración probablemente consiga que parezca condescendiente y aún más idiota, pero todos saben que ya estoy echando de menos China.
Autor: El Col-Chino

martes, 15 de noviembre de 2016

Crónicas mosquiteras 4

Sábado

Hoy también se trabaja. Hay noodles para desayunar, pero solo como pickles y huevo, y un trozo de pan, por cambiar. Dieta equilibrada. Sigue queriéndome doler la cabeza, y me tomo una aspirina que me ha dado uno de los compañeros, una ingeniera que ha venido para apoyar a uno de ellos en la traducción al inglés, pero que no entiende nunca nada, pero tiene mucha imaginación y siempre interpreta algo completamente diferente a lo que le has dicho. Es todo tesón y sonrisas, y la verdad es que no tiene que ser muy cómodo estar rodeada de hombres en un campamento en medio de la sabana durante días. Lo cierto es que también hay otras mujeres, pero básicamente son camareras o limpiadoras locales, que se mueven despacio y con gesto adusto, excepto cuando se ponen música y cantan. Solemos comer y cenar Mr. J y yo junto con los jefes del cliente en un salón aparte, lo que me hace sentir bastante mal. Hoy he desayunado en el comedor común, con los dos cuencos y los palillos que te dan al llegar (que probablemente han sido usados por la misma persona con potenciales hábitos antihigiénicos de las chancletas, y quizás con las mismas extremidades de su cuerpo), por vergüenza torera. En ese salón aparte siempre está una camarera, que imagino que coloca los platos antes de que lleguemos, sentada esperando. Siempre en la misma silla unos metros más allá. Siempre mirando en nuestra dirección pero sin vernos, con las manos apoyadas en las rodillas. Con su peinado extravagante y puntiagudo, como la nube de cenizas de un volcán negro. Quieta e impertérrita durante toda la comida, excepto si alguien saca un cigarrillo, momento en el que se levanta, saca un par de ceniceros, y vuelve a su sitio. A veces Mr. J, después de comer o cenar, se queda sentado en una mecedora que hay fuera de la cantina junto a algunas de las camareras a charlar en el típico inglés roto con su sonrisilla de ratón. Seguro que es algo totalmente inocente e inocuo, pero yo solo puedo pensar en que en la baño de la oficina hay una armarito que pone “Condoms for Men” en un papel escrito a mano pegado con celo en la puerta.

La reunión de la mañana es una nueva pérdida de tiempo. Aprovecho para responder e-mails atrasados. Llamo a mi mujer para compartir mi preocupación por el dolor de cabeza, y le cuento que estoy pensando que puede ser por síndrome de abstinencia del café, y ella está de acuerdo. Me dice que intente buscar café pero le respondo que me da miedo tomar y que no se me pase. La clásica lógica absurda del hipocondriaco. Salimos a cenar y vuelvo a dudar si calzarme los pantalones cortos y correr, pero ya sabemos a estas alturas como funciona mi cabeza. Mañana iremos a un mercado y a un parque natural que está aquí cerca. Mr. J me dice que igual podemos ver elefantes y jirafas, y los temidos hipopótamos. No sabe el nombre en inglés de ninguno de ellos, pero es fácil interpretar la descripción. Le vuelvo a intentar enseñar a decir hippopotamus, pero le salen cosas parecidas a pilutamos, hipulos, etc (lo mismo que me pasa a mí cuando intento pronunciar muebles de Ikea). No sé si habrá tigres* en el parque, pero si los hubiera mejor quedarse lejos y no salir del coche, con el incidente de hace unos pocos meses en China y las imágenes aún vivas en la mente.

Antes de dormir, sigo mi ritual, el equivalente a arrodillarse en la cama y rezarle al niño Jesús. Me desvisto, me rocío de antimosquitos, echo insecticida en la puerta y la ventana pongo el móvil, el ordenador, el kindle, la botella de agua, el antimosquitos y el mando del aire acondicionado  sobre el colchón y cierro la mosquitera. Echo una partida al Minimetro. Juego a conectar estaciones de grandes urbes reducidas a un plano en blanco y azul, me imagino que los circulitos y cuadraditos son personas, supongo que me reconforta.


* Hablando con mi padre por Skype me echa la bronca por poder pensar que haya tigres en África. Hombre de asfalto, no dejan de ser gatos grandes con peor despertar de la siesta.

Escritizado por: El col-chino